Un instituto ubicado en una zona residencial a las afueras de la gran ciudad. Abrumadora mayoría de padres universitarios, 95% de titulados en ESO cada curso, 300 plazas, problemas de disciplina leves y esporádicos. Otro en un barrio marginal con más de 1.000 chavales matriculados. Tasas de absentismo por la nubes, casi la mitad de repetidores, familias por lo general con un nivel sociocultural paupérrimo. Un tercero enclavado en un entorno montañoso ajeno al frenesí urbano. Apenas 80 estudiantes de procedencia variopinta: hijos de agricultores, ganaderos, pequeños empresarios rurales...
No hace mucho tiempo, estos tres centros hubiesen seguido en España idénticas directrices concebidas y enviadas desde los despachos de la Consejería de Educación pertinente. Mismo enfoque pedagógico, organización curricular clónica, semejantes recursos y equipamiento. Sin atender al contexto ni a las necesidades específicas del alumnado. Con un equipo directivo atado de pies y manos a la hora de emprender iniciativas propias.
Tras la avalancha de cifras que certifican las bondades de conceder un elevado margen de maniobra a los centros públicos, la autonomía avanza firme en la Educación de este país. Varias comunidades como Cataluña, Madrid o Andalucía han aprobado en los últimos años normativas que animan a sus colegios e institutos a adquirir personalidad propia y romper con la uniformidad del sistema. Lo han hecho al amparo de la Ley Orgánica de Educación (LOE), que estipula –dentro de unos límites– el derecho a la “autonomía pedagógica, de organización y de gestión” de toda la red de centros públicos.
El texto marco de la enseñanza estatal concreta que las instituciones de la Pública deben aprobar un “proyecto educativo” que recoja sus “valores, objetivos y prioridades de actuación”. Más aún, la LOE da vía libre para que las administraciones regionales asignen “mayores dotaciones de recursos” a los centros cuyos proyectos “así lo requieran”. E incluso aborda –si bien de forma algo vaga– un tema espinoso como pocos en el imaginario educativo patrio: la posibilidad de seleccionar personal de acuerdo a su “capacitación profesional” para cubrir “determinados puestos”.
RENDICIÓN DE CUENTAS
Según la opinión extendida, la otra cara de la moneda de una creciente autonomía, su complemento indisoluble, pasa por crear mecanismos de control que garanticen que los centros ejercen su libertad con responsabilidad.
Pablo Zoido, analista de la OCDE y miembro del equipo que elabora el informe PISA, apunta que las cifras confirman que “las estructuras de evaluación externa y rendición de cuentas se antojan fundamentales para que [la autonomía] resulte eficaz. En los sistemas donde estas estructuras son fuertes, la autonomía lleva a un mejor rendimiento de los alumnos. Pero si son débiles, aquélla puede conducir a un empeoramiento académico”.
En la misma línea, Antonio Bolívar, catedrático de Didáctica y Organización Escolar en la Universidad de Granada, comenta que “dar un impulso definitivo a la autonomía” dentro de nuestras fronteras implicaría invertir “radicalmente” el papel de la inspección. “En vez de vigilar en septiembre que se cumplen las mismas normas, se trataría de ver que todos los centros cuentan con proyectos de mejora adaptados a su situación. Y la tarea más importante llegaría en junio al verificar en qué medida se han conseguido los resultados previstos”.
Contrato-programa. Una expresión a la que recurren tanto Bolívar como Mariano Fernández Enguita, catedrático de Sociología de la Universidad Complutense, al referirse a los objetivos que habrían de fijar centros y autoridades como condición sine qua non para que los primeros puedan trazar su propio camino.
A final de curso, se evaluaría el grado de cumplimiento del contrato y se actuaría en consecuencia. Si el centro ha logrado alcanzar o superar lo pactado, la administración podría premiarle mediante algún tipo de gratificación.
En caso contrario, quizá haya llegado el momento de recortar privilegios autonómicos o, en situaciones extremas, de replantear quién debe ocupar el liderazgo (director, jefe de estudios) del colegio o instituto.
Aquí emerge una cuestión incómoda en una cultura docente poco acostumbrada a que se juzgue su labor con rigor empírico: ¿aceptaría el profesorado, los centros españoles, más autonomía a cambio de tener que demostrar sin ambages que las cosas se están haciendo bien? Fernández Enguita sostiene que “el colectivo de profesores y sus organizaciones hablan de manera distinta a como lo hacen los profesores individuales (quienes nos han hecho saber a través de encuestas que quieren más feedback sobre su trabajo) y casi siempre se manifiestan en contra (de robustecer la evaluación externa)”.
DESIGUALDAD
Si estiramos aún más la cuerda, podríamos preguntarnos hasta qué punto la escuela pública de este país desea realmente que la administración les confiera un mayor grado de independencia.
“Para muchos”, responde Bolívar, “la regulación es cómoda”, ya que “la libertad a veces da miedo”. Por su parte, Fernández Enguita explica que la idea “resulta atractiva para los mejores centros, los más innovadores, los más preocupados por emplear los recursos a su alcance con imaginación y responsabilidad, al servicio de la Educación y de la comunidad a la que sirven”. Sin embargo, “desagrada a quienes prefieren eludir toda responsabilidad, hacer sólo lo que se les dice (o menos) y no hacer nada si no se les dice”.
Los detractores de un incremento de la autonomía suelen aducir en su contra el riesgo de que se dispare la desigualdad en la escuela pública. Sobre todo si los resultados de las evaluaciones se dan a conocer abiertamente y se produce un éxodo de estudiantes hacia los centros que obtengan mejores puntuaciones.
“Hablamos de un efecto posible”, admite Fernández Enguita, quien no obstante defiende que los colegios e institutos “deben aprender a errar, aprender de sus errores y aprender a aprender, más o menos lo mismo que les piden a sus alumnos”.
Sea como fuere, Bolívar piensa que no todos los centros están preparados para asumir el mismo nivel de autonomía. El catedrático de la Universidad de Granada ve incluso contradictorio exportar el café para todos en un asunto en el que la idiosincrasia de cada escuela cobra especial relevancia.
“Lanzar un decreto con artículos que especifiquen que el conjunto de la red pública tiene autonomía para esto o lo otro...
Eso no nos lleva muy lejos. Cada centro tiene una situación de partida, y es por ello que la autonomía tiene que ser diferencial. Pensemos en un colegio que acaba de constituirse, con un equipo directivo y un profesorado inestable. Quizá no esté maduro para tomar decisiones propias”, argumenta.
¿Y qué papel han de jugar los padres en la definición del proyecto del centro en el que escolarizan a sus hijos? En él se incluyen objetivos e intenciones que “siempre van en relación con el contexto del centro, por lo tanto la voz de las familias debe ser tenida muy en cuenta. Es algo que no puede depender sólo de lo que quieran los profesores y el equipo directivo”, afirma Bolívar.
A lo que Fernández Enguita añade que el centro no puede “actuar al margen o por encima de los padres (madres, tutores), como ahora viene sucediendo de manera generalizada”. El catedrático de la Universidad Complutense lanza no obstante un toque de atención dirigido hacia las familias, a las que, que según él, “les queda mucho que aprender en este terreno”, puesto que no “vale con convertir su experiencia personal (el caso de sus hijos) en criterio universal”.
UNA TENDENCIA GLOBAL
Aunque Pablo Zoido, analista de la OCDE y miembro del equipo encargado del informe PISA, admite que en España “estamos por debajo de la media” en cuanto a autonomía en los centros públicos, también considera que las diferencias respecto a otros países del mundo desarrollado no son “exageradas”. Si dentro de nuestras fronteras las escuelas tomaban en 2007 el 36% de las decisiones que atañen a su funcionamiento, el promedio OCDE ascendía hasta el 51%. Según los datos de la organización para la que trabaja Zoido, existe una clara “tendencia” hacia la concesión de una mayor libertad pedagógica y organizativa en la Pública “en casi todos los países”, con los anglosajones a la vanguardia y el resto avanzando de manera más lenta pero en la misma dirección.
Lo que para Zoido sí “queda bien claro” a tenor de los datos extraídos del informe TALIS (la macroencuesta que la OCDE realiza sobre la actividad del profesorado de Secundaria), es que en nuestro país los “mecanismos de rendición de cuentas son bastante más débiles” que en otros lugares. La tasa de directores que declaró que en su centro no se había llevado a cabo ningún tipo de evaluación o diagnóstico en los últimos cinco años se situaba en el 25%, el quinto porcentaje más alto de los 24 países participantes. A nivel individual, la cuestión se torna más preocupante, ya que un 45% de profesores españoles aseguró que nadie había calibrado la eficacia de su trabajo durante el último lustro. Sólo nos supera Italia, con más de la mitad de su cuerpo docente desempeñando su tarea sin dar explicaciones a nadie. El tercer país donde menos se evalúa al profesor es Portugal, por lo que no hay duda de que la rendición de cuentas goza de escasa tradición en el sur de Europa.
SANCIÓN DEL DIRECTOR
La última comunidad en dar un paso adelante hacia la concesión de un mayor margen de maniobra a los centros públicos ha sido Andalucía con la aprobación –durante el pasado mes de agosto– de una orden que permite a los directores sancionar las faltas leves que cometan los docentes y el resto de personal de su centro. Entre ellas se incluyen el incumplimiento del horario de trabajo hasta un máximo de nueve horas al mes, la falta de asistencia injustificada durante una jornada lectiva completa o el hacer caso omiso de otros deberes y obligaciones.
Hasta el momento, sólo la consejería de Educación (a través de sus delegaciones provinciales) podía actuar en este sentido, lo cual ralentizaba sumamente los trámites.
En muchos casos, el proceso se dilataba tanto que las faltas acababan prescribiendo.
El director tendrá la potestad de nombrar a un “instructor del procedimiento”, que, según la orden, “deberá ser una persona funcionaria perteneciente a un cuerpo o escala igual o superior al grupo de la persona inculpada”.
La sanción que podrán imponer los líderes de los centros escolares es el apercibimiento, que quedará reflejado en el expediente del trabajador y no prescribirá hasta pasado un año. En caso de que el profesor acumule tres apercibimientos por faltas leves, estaría incurriendo en una falta grave, la cual puede suponer la suspensión de funciones o el traslado con cambio de residencia. No obstante, las faltas graves o muy graves seguirán siendo impuestas únicamente por la administración.
La posibilidad de que el director pueda sancionar determinadas faltas cometidas por sus profesores también está incluida en la Ley de Educación de Cataluña. Un marco normativo que abre asimismo la puerta a que los equipos directivos participen (aunque con limitaciones) en el proceso de selección del personal docente, asunto casi tabú entre el funcionariado educativo de este país.