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Leo que han condenado a un colegio a pagar una indemnización a los padres de un alumno que había sido zaherido y vapuleado por sus compañeros de clase (a lo que ahora llaman “acoso escolar”); y, por lo que parece, es una tendencia judicial que empieza a consolidarse. Sin entrar a considerar las circunstancias especiales del caso, nos gustaría hacer algunas reflexiones sobre un fenómeno desgraciadamente creciente que podríamos denominar “judicialización de la vida cotidiana”, que hace cada vez más irrespirable nuestra convivencia y que hunde sus raíces en la disolución de la estructuras sociales y en la declinación de nuestras responsabilidades más elementales. Todo ello, naturalmente, aderezado con su dosis de creciente histeria colectiva, estimulada y jaleada desde los medios de comunicación.
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A nadie se le escapa que los niños siempre se han zaherido y vapuleado entre sí. Yo, desde luego, guardo memoria imborrable del pedrisco de patadas y mojicones con que los chavales de mi clase solíamos dirimir nuestras diferencias en el patio del colegio, así como del acompañamiento de salivazos e insultos que aderezaba tales rebatiñas escolares. Este ardor infantil ha sido siempre considerado algo natural, incluso saludable; menos natural y saludable es, desde luego, que las patadas y mojicones, los insultos y salivazos se los lleve el débil o el tímido de la clase, sobre quien se vuelca el matonismo en comandita de sus compañeros, que es lo que al parecer hoy ocurre cada vez con mayor asiduidad y más sórdido regodeo. E, inevitablemente, uno se pregunta si la represión de ese ardor que antaño se expresaba en aquellas peleas de patio de colegio no es proporcional al aumento de otras formas de violencia infantil más ensañadas y rastreras. Parece como si el alivio natural e impremeditado que los ímpetus infantiles requieren se hubiese cegado; y, al no encontrar aliviadero, esos ímpetus fermentan en crueldad premeditada, en rencor tortuoso, en sibilino ensañamiento.
La represión de las expansiones naturales termina degenerando en conductas torcidas; y más en la infancia, cuando el carácter todavía no se ha formado. Y aquí rozamos el meollo de la cuestión. ¿Quién es responsable primero de la formación del carácter de los niños? ¿El colegio donde estudian o la familia en la que crecen? Un colegio siempre tendrá, desde luego, una responsabilidad subsidiaria; pero la responsabilidad primera atañe a sus padres, que son los encargados de inculcar a sus hijos una serie de principios morales y de conducta. Podríamos aceptar que un colegio sea castigado porque uno de sus alumnos haya sido vejado y despreciado por sus compañeros; pero sólo después de haber establecido la responsabilidad de los padres de los agresores (y, tal vez, la responsabilidad de los padres del agredido). En una sociedad sana, desde luego, estos asuntos no se sustanciarían ante un tribunal, o sólo lo harían en los casos más extremos; pero en una sociedad donde los padres han declinado su responsabilidad primera y las estructuras familiares hacen aguas, aceptamos su judicialización con una naturalidad que brota de la mala conciencia. Primero dimitimos de nuestras obligaciones; y, después, pretendemos que una instancia superior (el colegio) trate de cubrir ese flanco que nuestra actitud dimisionaria ha desguarnecido. Y si esa instancia no se basta a cubrir ese flanco que hemos desguarnecido, acudimos a un juez.
El drama del “acoso escolar” no es sino la expresión amarga de una sociedad desvinculada, incapaz ya de formar el carácter de sus miembros más jóvenes, incapaz de sostener el tejido de interacciones humanas sobre los principios naturales de respeto y caridad, fortaleza y obediencia que tradicionalmente las han regido. Una sociedad desvertebrada, inerme, que terminará convirtiéndose en sociedad policial, judicializada hasta en sus afectos más íntimos y en sus relaciones más privadas.